El dios de las pequeñas cosas

¿Quién te lo iba a decir cuando estudiabas en la facultad? Tantos amigos como llegaste a tener, tantos sueños y anhelos… Parecía que todo tu prometedor futuro dependiese de aquel examen, que de aquel trabajo sacarías conclusiones claves para tu porvenir profesional. Parecía que aquellos compañeros de campus con los que compartiste tantos horribles cafés de máquina, con quienes fuiste a cientos de restaurantes chinos porque eran los únicos que te podrías permitir, aquellos compañeros, decía, tenían que ser quienes te acompañarían por siempre jamás. Con ellos, el primer beso de verdad y la primera decepción, con ellos la inmensa alegría de una buena nota y las amargas lágrimas de un suspenso.

Un día te graduaste. Se publicó la última de las notas que esperabas, y entonces… Todo se fue empequeñeciendo poco a poco, sin que te dieses cuenta, pero inexorablemente.

Manuel encontró trabajo en Londres y se fue prometiendo que os escribiría día sí, día también… Y lo cumplió la primera semana. Marta… qué guapa era… Marta entró en un prestigioso bufete de abogados. Trabajaba doce horas al día y, cómo no, se enamoró de un compañero de trabajo. Te lo dijo en un bar de la Rambla y quedasteis en que os veríais a menudo y recordaríais los tiempos de facultad. La sigues por Facebook, pero cada vez publica menos.

Y a Manuel y a Marta se les suman las historias particulares de todos los demás: Luís, Nuria, Marc… Poco a poco, la roca de la amistad se iba deshaciendo por el simple paso del tiempo y la fuerza de los elementos…

¿Y tú? Encontraste trabajo, ¡claro que sí! Un buen trabajo que te exigía mucho, pero que parecía muy interesante. Tenías un plan increíble. Era el momento de apostar fuerte, trabajar duro, viajar mucho e intentar actualizarte constantemente, ya que los “nuevos” subían fuertes.

Cumpliste los cuarenta sin darte cuenta. Tenías un puesto de responsabilidad. Cobrabas un buen sueldo, pero parecía que tu fulgurante carrera se había ralentizado un poco. Nada preocupante, tan solo una ligera desaceleración.

Tuviste hijos, dos. Y te preocupaste por su educación: buenos colegios, alta exigencia, poca dedicación. A todos decías que querías que tus hijos fuesen felices, pero si alguno te venía con cuatro suspensos, por más feliz que fuese, te enrabiabas como un energúmeno. Resulta que lo que querías de verdad es que fuesen felices “en el futuro”… ¿Como tú?

Cumpliste los cuarenta, y algo no acababa de funcionar. Querías mantenerte en forma, pero cada vez te costaba más y obtenías un resultado más magro. Seguías soñando con riquezas, pero el tiempo pasaba y aquel magnífico ascenso o negocio no llegaba nunca.

Un día que tu pareja iba a cenar con las amigas y tus hijos estaban con los abuelos quisiste montar una cena… Miraste la agenda de tu súper móvil: Cientos de contactos de trabajo y ningún amigo disponible. No te atreviste ni a ir al cine solo.

Has cumplido los cincuenta, y te preguntas qué haces aquí. Te preguntas si tu pareja es la adecuada, si este es el trabajo que querías y si todo lo que tienes y has tenido que comprar con el esfuerzo de un trabajo poco agradecido te hace realmente feliz.

Y empiezas a tener planteamientos absolutistas. Quieres romper con todo. Quieres viajar. Quieres dejar el trabajo y a tu mujer, quieres volver a empezar. Quieres salir y volver a entrar convertido en un hombre nuevo, diferente. Y lo pruebas. Y al cabo de dos semanas ves que tampoco era eso, y que no es lo que haces o con quién estás, sino cómo lo vives, cómo te sientes, como lo valoras.

Y te prometes ser menos exigente con la vida, disfrutar mirando el vaivén de las olas, contemplar la risa de los que te rodean y buscar la microfelicidad en la cotidianeidad. Y así, y solo así, conseguirás estar en paz contigo mismo. En la vida hace falta creer en algún dios. Yo creo en el Dios de las pequeñas cosas.

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